TÍO VANIA

Estábamos todos allí. Casi todos, solos o en grupo, con la familia o sin ella.

El farsante social que mantiene una imagen magnífica a cualquier precio, incluso al precio de que los que le rodean lo sepan. El débil de espíritu, ermitaño de la vida, generoso con los que le agreden, pero una carga eterna para los demás.

El trabajador responsable y abnegado, fuerte y apasionado, pero tan estúpido como para entregar su vida a quien no la merece. La enamorada inocente, colgada para siempre de su sueño imposible.  Y la otra, la inútil y bella jugadora de cartas con los sentimientos propios y ajenos, interesada o cobarde, según los casos. La anciana sumida en sus recuerdos y en el terror a la vida. La esclava eterna, esa que asumió desde el vientre de su madre que su papel en la vida era abrazar e iluminar la vida de los otros a cambio de su propia satisfacción, nada más. El brillante y original libertario, siempre en el límite entre  la mente y el cuerpo.

El viejo caprichoso y soberbio, incapaz de la más mínima generosidad, convencido de que el paso de su tiempo es un cheque de valor universal.  Y el mundo que queda allá lejos, frío y distante, fuera de nuestra piel, esa piel que Chejov jamás llega a desgarrar, esa piel que nos escuece al mirar, pero no se rasga, no se desangra y, quizá por eso, nunca muere. La piel de lo que no tiene ningún camino, sin heridas, sin bocas, sin abismos; la piel eterna , anclada en algún punto neutro de la vida , al borde siempre del final, sobreviviendo perpetuamente, sin entrar ni salir. La casa de campo de los que siempre están en el mismo lugar, frente al bosque, sin hacer nada diferente a su propio ciclo, sin enfrentar la herida, sin más futuro que la resignación y la espera, dulce espera de lo no llega a ser luz ni tinieblas.

Y ese sentimiento flotaba en el ambiente, como el humo se descolgaba del cielo. Había miedo y retención, miedo a no poder sentir por completo el alma de los personajes, miedo  a no transmitir, un miedo que producía ondas y altibajos, exabruptos y mentiras, no muy grandes ni muy pequeñas, como el círculo de luz mediocre donde viven los que nunca van a ninguna parte.

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